jueves, 8 de enero de 2009

Paisanos... pero modernos


Don José Miguel, humorista, inventor y creador de un museo propio.



Medicina tradicional, informática y satélites

La gente de ciudad tiende a creer que en general los viejos pobladores o los paisanos están inmersos en una cultura “tradicional”, sin mayor roce con los componentes “artificiosos” de la tecnología contemporánea.

Algunas anécdotas desmienten con un toque de ironía este mito bucólico, para demostrarnos que la gente de alpargatas y bombachas se maneja muy cómodamente con lo moderno.

Explicame, que te explico

Don José Miguel (fallecido en el 2004) fue un cronista, originalista e historiador local por afición. Sólo había llegado a concluir la escuela primaria de aquellos tiempos; pero no necesitó muchos diplomas para darse cuenta de que la historia también pasa por la vida cotidiana, bastante antes que los historiadores franceses que promovieron ese enfoque. Don José había transformado su caserón de Buena Parada en un museo, en el que conservaba afiches, vajillas, elementos usados para la cocina, la costura o el trabajo de distinto tipo, indumentarias, juguetes… en fin, todo lo vinculado a la vida diaria y las ocasiones públicas de las personas en tiempos pasados, digamos desde 1900 en adelante. (Otro día daremos cuenta de algunas de sus invenciones: la bicicleta al revés, el tortugódromo, el circo de una sola persona, el control remoto a pistón… )

En su colección, José tenía más de dos centenares de fotos antiguas. Mi amigo Néstor Martínez, diseñador gráfico, tuvo la idea de armar un sitio web con algunas de ellas, para difundir imágenes del pasado de Villa Intranquila. Ahora, la cosa pasaba por convencerlo a don José de prestarnos las fotos, aunque más no fuere por el rato necesario para escanearlas. En realidad él andaba buscando algo de eso, porque dos por tres caía por el estudio de Néstor para mostrarnos alguna foto y narrarnos la correspondiente anécdota. Pero había que explicarle, y eso me tocó a mí. Lo abordé:

-Usted sabe, don José, que ahora hay una manera de copiar las fotos… Si usted las va trayendo, nosotros sacamos la copia en ese aparato, y al instante se las devolvemos. Y después, si está de acuerdo, las ponemos en la computadora, y otras personas que quieren verlas desde otros lugares, las van a ver en sus computadoras también – era esto en 1999, y poca gente estaba aún al tanto de estas cosas. José Miguel respondió sin pensarlo mucho:

-Ah… vos querés decir Internet.



Don Valdés cura a un enfermo.

Don Antonio Valdés (autor de algunas renombradas exageraciones) tenía fama de saber acerca de curaciones tradicionales. De modo que Miguel Ángel Martínez, el “Piche”, a quien debemos varios de estos relatos, se puso contentísimo cuando lo vio aparecer en aquel campo al que había ido a cazar chanchos (es decir, jabalíes). Tras dos o tres días en el campo, el Piche estaba empezando a sentir las consecuencias de asados, empanadas y pasteles ingeridos en abundancia. Y preveía que esa noche no iba a poder disfrutar el costillar de jabalí que estaban preparando los dueños del campo. Pero don Antonio iba a poder curarlo rápidamente y sin remedios, seguro.

Desembarcó don Antonio de su camioneta, se saludó con la gente y, tras el tradicional “Y qué tal”… el Piche le comentó que andaba un poco mal de la digestión. “A ver, m’hijo…” y le estudió el semblante don Valdés. Tras lo cual empezó con el diagnóstico:

- Usté mi Piche, está passsao de comida. Tiene el hígado hecho un desssastre, vea. Pero yo le voy a dar algo que lo va a dejar como nuevo.

Pensó entonces Miguel Ángel: “ahora seguro me tira el cuerito, me da algún té de yuyos, y listo, a cenar con ese costillarcito”.

Don Valdés manoteó un pedazo de papel marrón de una bolsa de galleta que estaba allí cerca, tomó un lápiz de su bolsillo, y mientras anotaba, le iba diciendo a su paciente:

- Me toma esto, Piche. Bilagol, veinte gotas, dos veces al día. Inidec, cápsulas, una cada ocho horas. Y eso sí… me hace dieta total, m’hijo. Suerte que yo voy a estar acá, así lo controlo que no coma nada.


Una crema para la piel

La amiga Juanita Porro había ido a Pilquiniyeu del Limay, como integrante del equipo multidisciplinario que iba a ayudar a la comunidad mapuche de ese lugar a relocalizarse, puesto que la presa de Alicurá iba a dejar bajo agua su tradicional poblado.

En ese trabajo se relacionó amistosamente con toda la gente del lugar.

En una oportunidad estaban recorriendo lugares con el lonco, el jefe del grupo, para ver posibles emplazamientos del cementerio que iba a ser trasladado a la parte alta. A Juana se le hizo difícil agarrar unos papeles, y mencionó que su piel estaba reseca a causa del viento y la escasa humedad del lugar.

Entonces el lonco le dijo con tono sentencioso:

- Le voy a dar una receta para eso.

Juana imaginó que estaba a punto de conocer una mágica poción tradicional. Llevaría grasa de avestruz, y alfilerillo, y vaya a saber… Sus pensamientos fueron interrumpidos por la receta del lonco:

-Nivea Crema… la de la latita azul.


La luz mala

Esta nos sucedió en una casita en la sierra de Córdoba. Habíamos ido a conversar con dos hermanos que vivían allí, con sus majaditas y sus caballos – según nuestro parecer, algo aislados del mundo. Uno de ellos sabía algunas viejas tonadas que queríamos conocer.

Con las primeras sombras de la noche, empezaron a verse las estrellas. A una de las entrevistadoras le llamó la atención el brillo y el movimiento de una de ellas. Para expresarse de acuerdo con lo que creía era la mentalidad del lugar, señaló la luz movediza y dijo:

- Eso… será una luz mala?

Nuestro entrevistado estaba con la vista baja, arreglando las brasas al pie de la pavita. Pero sin levantar la vista, insinuó un movimiento de su cabeza, de izquierda a derecha:

- Si va de este lao p’allá, es un satélite. Pasa todas las tardecitas.


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