jueves, 29 de enero de 2009

Economía emocional. Una lección del Lolo Palacios.


Economía emocional.


El Lolo (Alfredo Bernardino) Palacios, se dedicaba al intercambio de frutos del valle del Colorado por productos del campo pampeano. Cargaba su camión, un Mercedes 1114 adornado, cromado, lleno de tachas y banderitas, como un flete de antaño chapeado en plata. Lo llenaba de duraznos, peras, manzanas, ciruelas, cerezas, pelones… en fin, todos los productos de las chacras de la zona. Y rumbeaba para La Pampa. Allí por Perú, Unanué, Trenel o Victorica o Macachín, iba vendiendo las frutas. Con el dinero resultante compraba quesos de distintas clases, chorizos secos, jamones y bondiolitas que se traía para el sur. Los intranquilenses se veían beneficiados por partida doble con este comercio: colocaban su cosecha, y recibían buenas facturas preparadas por los rusos y gringos de los campos pampeanos. Un círculo virtuoso. Hasta que vinieron los controles sanitarios, la barrera de Funbapa y demás, y se cortó.

En su andar de un lugar a otro por los caminos, el Lolo hacía buena relación con las familias, y prestaba pequeños favores: llevarle un paquete a tal pariente en otro pueblo, o un mensaje, o un repuesto; trasladar alguna persona en el camión…

Aquella vez, en un campo, le alcanzaron una carta de los vecinos de ese establecimiento – a quienes no llegó a ver – para unos parientes que estaban por el lado de Macachín. El Lolo cumplió escrupulosamente el encargue. Llegó al campo de los destinatarios, y les avisó que sus familiares les habían enviado noticias. La pregunta lógica fue “Usted los vió, Lolo?” Y él informó: “No, me hicieron llegar la carta al lote 13, donde yo estaba.”

Los chicos de la casa se habían ido para la escuela, y la gente grande no estaba muy acostumbrada a leer. El Lolo se percató de la dificultad, y para que nadie pasara vergüenza, se ofreció a realizar él la lectura.

Todos se congregaron a su alrededor; abrió el sobre y comenzó. Hagamos constar que tampoco el comerciante había tenido mucha escuela, por lo cual, si bien era una luz sacando cuentas, no leía con rapidez. Arrancó:

- Que… que-ri… queridos pri- primos…Les es, es-cri-bo para decir- decirles que papá ha mu- ha mu-erto.

Ahhh! Ahí pegaron todos la espantada. Los muchachos fueron a preparar el sulky para salir a todo trapo para el velorio. La prima mayor arrancó a llorar a moco tendido, seguida por las más jóvenes. Ya se iban moviendo para la pieza, para buscar alguna ropa oscura que ponerse.

En medio de tanto batifondo, el Lolo seguía sentadito a la mesa, leyendo para sus adentros. Llegado a un punto, pegó el grito:

- Paren, paren, que me parece que están llorando al pedo!- y completó la frase que venía leyendo:

-Papá ha muerto un chancho, y los espera para la choriceada.

Y…si non é vero, é ben trovato.

martes, 27 de enero de 2009

¡ Rompan, muchachos !

Cruce de calles República Española y San Martín. A la izquierda
de quien mira, la elevación de las vías, de donde descendió la
camionetita. A la derecha, pintado en rabioso color ciruela, el local de
negocio embestido por aquella columna móvil.


Rompan, muchachos…

La frase, así como encabeza este artículo, quedó para la historia. Y tenía que ser así, por mérito del personaje y de la situación.

Algo de heroico tenía la denodada porfía con que los peronistas, a veces solos y a veces acompañados por sus antagonistas radicales, soportaban tiempos de proscripción. Claro que proscriptos por proscriptos, mucho más, y en peores condiciones, lo fueron los adeptos del General. Piensen nomás en lo que significó no poder pronunciar, salvo en secreto, el nombre de su dirigente máximo, el de su partido, ni entonar su marcha partidaria… durante diecisiete años!

Es comprensible entonces la euforia con que los peronistas de la primera hora recibieron el levantamiento de esa prohibición en 1972, y el inicio de una campaña electoral en la que, ¡por fin! iban a poder participar sin tener que votar forzosamente a otro partido.

Alguien que merecería un recuerdo en Villa Intranquila, cuando se celebra el Día de la Militancia, tendría que ser don Alonso Cánepa. Soportó proscripciones, días de escondite y tremolinas, pero siguió fiel a sus banderas. En cuanto aparecía un resquicio, una campaña electoral, una movilización, ahí salía él, sin reparar en gastos ni esfuerzos personales.

Por cierto sú temperamento y aspecto lo tornaban algo pintoresco. No podía pasar inadvertido, a pesar de su corta estatura, por la voz bronca que se imponía en cualquier reunión. Queda de él una anécdota de aquellos días de la “primavera” de la juventud peronista en tiempos de Cámpora (mayo y junio de 1973). En todo el país se desarrollaba una oleada de “tomas”: los obreros y empleados tomaban universidades, fábricas, empresas del estado, oficinas, para ponerlas a disposición del nuevo gobierno, previa remoción de los jerarcas anteriores. En Villa Intranquila había cierta disconformidad con la atención en el Hospital, y surgió la idea de tomarlo. Según los bromistas, don Alonso había definido la cuestión:

- No puede ser que en todo el país estén tomando cosas, y nosotros acá como unos b... sin hacer una m… Vamos a tomar el hospital, muchachos.

Antes de este momento, cuando todavía se estaba en plena campaña electoral, don Alonso abrazó con tanto fuego como nunca la militancia partidaria. Puso al servicio de la Unidad Básica recién reabierta su camionetita, una esforzada Rugby modelo 1927 cuyo motor sonaba chis chás chis chás, y en la que transportaba habitualmente los andamios, baldes y artefactos con que realizaba sus trabajos de pintor de obra.

En el día de autos (nunca mejor llamado así), venía don Alonso de un recorrido por la Colonia o por Buena Parada. La caja de la camionetita estaba repleta de entusiastas justicialistas que golpeteaban la propia caja, o alguna lata o bombo, al tiempo que repetían el estribillo Pée-rón, Pée-rón. (Si en vez de este apellido el General hubiera respondido al patronímico de Schiappapietra, por decir otro cualquiera, quizás no habría tenido semejante éxito, no?)

Venía pues esa camionetita que se las pelaba. Para pasar de Villa Mitre a la zona céntrica de Villa Intranquila, tenía que retrepar la lomita del paso ferroviario, esa elevación que ven ustedes en la foto. El vehículo justicialista ascendió la cuesta, pero luego, al bajar, con la fuerza de la inercia que generaba la importante carga, se desmandó y no obedeció a los frenos. (Por favor, créanme que no he querido hacer una metáfora de lo que sucedió en aquellos años... pero salió bastante cercana, verdad?)Allí se fue pues, don Alonso con todos los compañeros, a estamparse contra el local que ocupaba la esquina.

Pero él estaba tan exultante con la recién recobrada libertad de expresión y política, que no se dejó afectar por el incidente. Bajó de la camioneta, contempló los destrozos (que no eran muchos, porque el vehículo no daba para tanto), se irguió sobre las alpargatas, se acomodó el overol, y dirigiéndose a los simpatizantes, pronunció con su voz estentórea la frase inolvidable:

- ¡Rompan, muchachos, que el partido paga!




martes, 13 de enero de 2009

Dos perlas de la sabiduría popular.

Esquina de Alem y J.B.Justo: local donde funcionó el mercadito y carnicería de Ramón Ustáriz. Es una hermosa construcción de ladrillo a la vista, erigida en la década de 1930.

Dos perlas de la sabiduría popular

Los intranquilenses repiten una y otra vez estas dos frases. Se las atribuye a dos personajes locales, y se dan someras señales acerca de la ocasión en que fueron pronunciadas.

Algo más que el azar ha grabado tan marcadamente estas dos frases en la memoria popular. Una, “Me dijiste dijo Ustáriz” podría estar en las colecciones del memorable Mulá Nasreddin. La otra “No se puede confiar ni en uno mismo” es filosofía pura. El problema es su carácter maloliente – pero enuncia una verdad humana cuya vigencia todos hemos experimentado alguna vez.


Me dijiste, dijo Ustáriz

Dicen que Ramón Ustáriz, propietario de una carnicería y mercadito, y protagonista de muchos cuentos locales, había ido después del almuerzo a la Cancha de Pelota, a departir con los amigos, quizás jugar una manito de más y menos, tomarse un anís. En eso estaba cuando apareció un pibe corriendo desalado para avisarle, con la respiración entrecortada:

-Don Ramón, se le prendió fuego la carnicería!

A lo que don Ramón, con aspecto de suficiencia, respondió

-Ja, me dijiste… Tengo la llave en el bolsillo.

En el habla popular ha quedado la frase “me dijiste, dijo Ustáriz” para referirse a una situación que alguien da por segura, pero que no lo es.



No se puede confiar ni en uno mismo

Lo escatológico se vuelve filosófico en este dicho. Se le atribuye al viejo D., un inmigrante italiano que vivió en Villa Mitre, y ha dejado una descendencia laboriosa y destacada. Lo citaré nomás como viene, porque es imposible edulcorarlo - ni desodorizarlo:

- No se puede confiar ni en uno mismo, dijo el viejo D – había querido tirarse un pedo y se había cagado encima.


jueves, 8 de enero de 2009

Paisanos... pero modernos


Don José Miguel, humorista, inventor y creador de un museo propio.



Medicina tradicional, informática y satélites

La gente de ciudad tiende a creer que en general los viejos pobladores o los paisanos están inmersos en una cultura “tradicional”, sin mayor roce con los componentes “artificiosos” de la tecnología contemporánea.

Algunas anécdotas desmienten con un toque de ironía este mito bucólico, para demostrarnos que la gente de alpargatas y bombachas se maneja muy cómodamente con lo moderno.

Explicame, que te explico

Don José Miguel (fallecido en el 2004) fue un cronista, originalista e historiador local por afición. Sólo había llegado a concluir la escuela primaria de aquellos tiempos; pero no necesitó muchos diplomas para darse cuenta de que la historia también pasa por la vida cotidiana, bastante antes que los historiadores franceses que promovieron ese enfoque. Don José había transformado su caserón de Buena Parada en un museo, en el que conservaba afiches, vajillas, elementos usados para la cocina, la costura o el trabajo de distinto tipo, indumentarias, juguetes… en fin, todo lo vinculado a la vida diaria y las ocasiones públicas de las personas en tiempos pasados, digamos desde 1900 en adelante. (Otro día daremos cuenta de algunas de sus invenciones: la bicicleta al revés, el tortugódromo, el circo de una sola persona, el control remoto a pistón… )

En su colección, José tenía más de dos centenares de fotos antiguas. Mi amigo Néstor Martínez, diseñador gráfico, tuvo la idea de armar un sitio web con algunas de ellas, para difundir imágenes del pasado de Villa Intranquila. Ahora, la cosa pasaba por convencerlo a don José de prestarnos las fotos, aunque más no fuere por el rato necesario para escanearlas. En realidad él andaba buscando algo de eso, porque dos por tres caía por el estudio de Néstor para mostrarnos alguna foto y narrarnos la correspondiente anécdota. Pero había que explicarle, y eso me tocó a mí. Lo abordé:

-Usted sabe, don José, que ahora hay una manera de copiar las fotos… Si usted las va trayendo, nosotros sacamos la copia en ese aparato, y al instante se las devolvemos. Y después, si está de acuerdo, las ponemos en la computadora, y otras personas que quieren verlas desde otros lugares, las van a ver en sus computadoras también – era esto en 1999, y poca gente estaba aún al tanto de estas cosas. José Miguel respondió sin pensarlo mucho:

-Ah… vos querés decir Internet.



Don Valdés cura a un enfermo.

Don Antonio Valdés (autor de algunas renombradas exageraciones) tenía fama de saber acerca de curaciones tradicionales. De modo que Miguel Ángel Martínez, el “Piche”, a quien debemos varios de estos relatos, se puso contentísimo cuando lo vio aparecer en aquel campo al que había ido a cazar chanchos (es decir, jabalíes). Tras dos o tres días en el campo, el Piche estaba empezando a sentir las consecuencias de asados, empanadas y pasteles ingeridos en abundancia. Y preveía que esa noche no iba a poder disfrutar el costillar de jabalí que estaban preparando los dueños del campo. Pero don Antonio iba a poder curarlo rápidamente y sin remedios, seguro.

Desembarcó don Antonio de su camioneta, se saludó con la gente y, tras el tradicional “Y qué tal”… el Piche le comentó que andaba un poco mal de la digestión. “A ver, m’hijo…” y le estudió el semblante don Valdés. Tras lo cual empezó con el diagnóstico:

- Usté mi Piche, está passsao de comida. Tiene el hígado hecho un desssastre, vea. Pero yo le voy a dar algo que lo va a dejar como nuevo.

Pensó entonces Miguel Ángel: “ahora seguro me tira el cuerito, me da algún té de yuyos, y listo, a cenar con ese costillarcito”.

Don Valdés manoteó un pedazo de papel marrón de una bolsa de galleta que estaba allí cerca, tomó un lápiz de su bolsillo, y mientras anotaba, le iba diciendo a su paciente:

- Me toma esto, Piche. Bilagol, veinte gotas, dos veces al día. Inidec, cápsulas, una cada ocho horas. Y eso sí… me hace dieta total, m’hijo. Suerte que yo voy a estar acá, así lo controlo que no coma nada.


Una crema para la piel

La amiga Juanita Porro había ido a Pilquiniyeu del Limay, como integrante del equipo multidisciplinario que iba a ayudar a la comunidad mapuche de ese lugar a relocalizarse, puesto que la presa de Alicurá iba a dejar bajo agua su tradicional poblado.

En ese trabajo se relacionó amistosamente con toda la gente del lugar.

En una oportunidad estaban recorriendo lugares con el lonco, el jefe del grupo, para ver posibles emplazamientos del cementerio que iba a ser trasladado a la parte alta. A Juana se le hizo difícil agarrar unos papeles, y mencionó que su piel estaba reseca a causa del viento y la escasa humedad del lugar.

Entonces el lonco le dijo con tono sentencioso:

- Le voy a dar una receta para eso.

Juana imaginó que estaba a punto de conocer una mágica poción tradicional. Llevaría grasa de avestruz, y alfilerillo, y vaya a saber… Sus pensamientos fueron interrumpidos por la receta del lonco:

-Nivea Crema… la de la latita azul.


La luz mala

Esta nos sucedió en una casita en la sierra de Córdoba. Habíamos ido a conversar con dos hermanos que vivían allí, con sus majaditas y sus caballos – según nuestro parecer, algo aislados del mundo. Uno de ellos sabía algunas viejas tonadas que queríamos conocer.

Con las primeras sombras de la noche, empezaron a verse las estrellas. A una de las entrevistadoras le llamó la atención el brillo y el movimiento de una de ellas. Para expresarse de acuerdo con lo que creía era la mentalidad del lugar, señaló la luz movediza y dijo:

- Eso… será una luz mala?

Nuestro entrevistado estaba con la vista baja, arreglando las brasas al pie de la pavita. Pero sin levantar la vista, insinuó un movimiento de su cabeza, de izquierda a derecha:

- Si va de este lao p’allá, es un satélite. Pasa todas las tardecitas.