miércoles, 5 de noviembre de 2008

De perdices y roperos. Excusas surrealistas.

Villa Intranquila vista desde "la loma de la ermita" - la barda del lado pampeano del río. Hacia 1950. Se alcanza a percibir la todavía reducida extensión del poblado.



De perdices y roperos – excusas surrealistas

Algunas excusas inventadas “al toque” por vecinos intranquilenses han pasado a la historia por lo descolocadas. Elegimos dos, para ir comenzando.

En el ropero

El señor Altemir (abuelo de un homónimo actual), era un español petisito, dicharachero y muy enamoradizo. Su tienda y negocio de mercería resultaban un espinel apropiado para que dos por tres realizara alguna pesca amorosa.

En una oportunidad, un marido receloso volvió a casa antes de tiempo, enderezó para el dormitorio conyugal, y le pareció que estaba un poco revuelto. Insistente en la sospecha y a pesar de la airada reacción de la mujer, hizo lo indebido – querer saber demasiado.

Miró bajo la cama y no había nadie. Pero luego, al abrir el ropero, encontró a don Altemir en posición de firme. Y aquí viene la parte de la excusa, cuando el marido burlado le pregunta:

- Pero, ¿qué hace usted acá, viejo sinvergüenza?
- Paseando, hijo.

En la Villa se repite todavía, como un refrán en forma de dístico, la expresión “Paseando dijo Altemir / y estaba adentro’ el ropero”
(De circulación general)


De cacería

Don Ignacio Prieto era renombrado por sus distracciones. Se comentaba que una vez, contento de que lo trajeran al pueblo en auto, se había olvidado en el campo el camión de reparto de Casa Aznarez (el negocio de ramos generales del que era socio), con el que había ido a entregar un pedido de mercaderías a la Colonia Juliá y Echarren.

En esta oportunidad, salió de su casa a la noche para asistir al velatorio de un conocido. Estuvo allí un buen rato, y luego decidió que haría escala en el Club antes de volver a casa.

El tiempo se le fue sin darse cuenta, entre charlas, chistes, y partidas de más y menos, tute y mus. Cuando quiso acordar, ya se veía clarear por las ventanas.

Un amigo lo llevó hasta la puerta de su casa. Don Ignacio intuyó que ya su esposa debía andar levantada, y quiso inventar una excusa plausible para la tardanza. De pie en la vereda, con su impecable traje negro, los zapatos lustrosos, la camisa blanquísima y la corbata, le gritó al que lo había traído en el auto:

- ¡Las perdices llévalas tú!


(Narrado por NV)

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