Zorrita de motor, surta en la estación de la Villa.
El hombre que escupía fuego
Cacho Zanona había ido a bailar aquel sábado a Algarrobo con otros dos muchachos de la Villa. Si uno tenía amigos ferroviarios, la excursión era fácil y para nada costosa: era cuestión de viajar de favor, en la “pilota” (locomotora usada para traslados menores y maniobras). Habrá unos 100 km desde Villa Intranquila hasta la estación Juan Cousté, que corresponde al pueblo de Algarrobo. A la madrugada emprendían el regreso en la misma locomotora.
Todo anduvo bien en el baile. Los forasteros impresionaron a las chicas del lugar, unas bellas “rusitas” de cabellos y ojos claros. El que más llamaba la atención era Cacho, porque hizo gala de algunos trucos que se empleaban entonces: comerse un vaso de whisky, escupir fuego… Sabido es que esto último se logra embuchando alcohol o algún licor de buena graduación, y expulsándolo a modo de vapor sobre una llama de encendedor.
Sea por los trucos, o porque los visitantes eran dicharacheros y agraciados, estos les ganaron la mano a los lacónicos muchachos del campo, y bailaron toda la noche con las algarroberas.
Clareando ya, salieron camino a la estación. Apenas habrían hecho media cuadra, cuando sintieron un resonar de tacos que les venía en zaga. Medio de reojo (para no mostrar preocupación) constataron que los seguían varios fornidos “rusos” – sin duda con la intención de brindarles un enérgico saludo de despedida.
Ahí fue la de Dios es Cristo. Cacho y sus compañeros caminaron más y más rápido, como sin querer. Pero los rusos les seguían la marcha, y ya los estaban alcanzando. Entonces uno del terceto perseguido tuvo lo que creyó una inspiración genial. Recordando la proeza de fuego de Cacho en el baile, gritó:
- ¡Quemalos, Cacho, quemaaalos!
(Narrado por Orlando Piccirillo)
Todo anduvo bien en el baile. Los forasteros impresionaron a las chicas del lugar, unas bellas “rusitas” de cabellos y ojos claros. El que más llamaba la atención era Cacho, porque hizo gala de algunos trucos que se empleaban entonces: comerse un vaso de whisky, escupir fuego… Sabido es que esto último se logra embuchando alcohol o algún licor de buena graduación, y expulsándolo a modo de vapor sobre una llama de encendedor.
Sea por los trucos, o porque los visitantes eran dicharacheros y agraciados, estos les ganaron la mano a los lacónicos muchachos del campo, y bailaron toda la noche con las algarroberas.
Clareando ya, salieron camino a la estación. Apenas habrían hecho media cuadra, cuando sintieron un resonar de tacos que les venía en zaga. Medio de reojo (para no mostrar preocupación) constataron que los seguían varios fornidos “rusos” – sin duda con la intención de brindarles un enérgico saludo de despedida.
Ahí fue la de Dios es Cristo. Cacho y sus compañeros caminaron más y más rápido, como sin querer. Pero los rusos les seguían la marcha, y ya los estaban alcanzando. Entonces uno del terceto perseguido tuvo lo que creyó una inspiración genial. Recordando la proeza de fuego de Cacho en el baile, gritó:
- ¡Quemalos, Cacho, quemaaalos!
(Narrado por Orlando Piccirillo)
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